A finales del XIX, las sevillanas ya debían ser más o menos similares a las que hoy conocemos, aunque con alguna diferencia de matiz. Conviene recordar que las sevillanas son uno de los estilos folklóricos que más transformaciones han sufrido, a la vez que lo hacían los gustos y costumbres. A partir de estructuras básicas, las sevillanas siguieron una evolución vertiginosa. Nacen como una música pegadiza y llana, con letras de fácil recuerdo que, en origen, constituían repertorios transmitidos oralmente. Así lo afirmaba en 1799 Don Preciso, firme defensor del casticismo de la seguidilla frente a esos «nuevos cantes» que con el tiempo se llamarían flamenco: «Entre la gente menestral y artesana conozco a una porción de jóvenes de las más bellas disposiciones, no sólo para cantar seguidillas, sino también para componerlas y sean capaces de componer tanta variedad de seguidillas como dan cada año, llenas de todo buen gusto y melodía si cabe». A tenor de las placas de pizarra impresionadas por cantaores que vivieron la transición entre los siglos XIX y XX, entonces eran más aceleradas, partidarias de voces agudas y ágiles, y sus intérpretes tenían mayor respeto por el compás que por el lucimiento personal. Su éxito popular era innegable, y atribuible en gran medida a sus abundantes repeticiones, estribillos (Y eso lo dijo / uno que estaba arando / en un cortijo), «versos-tampón» (Ole, Dolores; Riá, Riá, Pitá), y «metidillos», como el célebre «Lo tiré al pozo, mi arma, lo tiré al pozo».